Tener nombre resultaba fundamental en el Antiguo Egipto, ya que su
falta o su pérdida implicaba la no existencia de la persona. Los
dioses egipcios tenían nombres secretos para evitar que otras
divinidades rivales pudieran conocer su verdadera identidad y
arrebatarles así sus poderes. El nombre era la palabra que
daba la existencia, de ahí que todo tuviera un nombre propio en
Egipto, desde las tumbas y los templos a los hombres, los animales
y las plantas.
La única manera de evitar que algo pudiera desaparecer era
conservar su nombre, y nada mejor que grabarlo en piedra para que
sobreviviera al paso del tiempo. Cuando los egipcios querían
eliminar de forma mágica a un personaje que había reinado, se
limitaban a borrar el jeroglífico con su nombre en todos los
lugares donde hubiera sido grabado. De esta manera, al desaparecer
su nombre y su recuerdo, el orden era restaurado.
Este sistema de olvido tenía otra ventaja: cualquier faraón
podía borrar el nombre de un antecesor en cualquier templo o
tumba y grabar el suyo, con lo que adquiría la propiedad de
manera inmediata. De esta manera, un faraón no debía invertir
largos años para disponer de su propio patrimonio funerario.
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